Por Cecilia Sánchez de Medina
Corría el año 1931 cuando Paula dejaba la maleta en el suelo empedrado de aquel desconocido pueblo de la provincia de Cádiz. Tenía 21 años. Un poco indecisa, comenzó a caminar por las extrañas calles del lugar. No encontró ni un solo gesto de complicidad. El recelo se sentía en cada esquina. En las ventanas de las casas, se movían las cortinas. Las miradas de la gente penetraban en su pequeño cuerpo como si de puñaladas se tratara. Le pareció que no pasaba el tiempo. Pero, por fin, Paula llegó al colegio. Era su primer día. Acababa de obtener la segunda mejor nota en las oposiciones. Aquél día, era el inicio de su gran pasión: enseñar a los niños. Sin embargo, ella era una maestra novata, nueva y laica. En el pueblo no querían una maestra laica y ella ya sabía que no iba a ser bien recibida. A pesar del temblor de sus flacuchas piernas, no bajó la mirada. Maleta en mano, entró en su clase. Los padres de los niños entraron también. No se fiaban de ella. Todos en pié esperaban las primeras palabras de aquella extraña republicana que no traería más que conflictos. Paula tragó saliva, dirigió la mirada al fondo y soltó con firmeza sus primeras palabras. De aquellas dependía el resto de su estancia en el pueblo: “Pater Noster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum…” Comenzó a rezar en latín. Empezaron a cruzarse las miradas. Unos y otros respiraban aliviados y, poco a poco, se unían a los rezos. La mujer terminó y dijo: “Ahora, si no les importa, quiero comenzar a trabajar”. Los adultos se marcharon aliviados y Paula había conseguido el respeto del pueblo. Empezó así a impartir la enseñanza propia de la República. Una enseñanza, por cierto, de la que estaba muy orgullosa.
Corría el año 1931 cuando Paula dejaba la maleta en el suelo empedrado de aquel desconocido pueblo de la provincia de Cádiz. Tenía 21 años. Un poco indecisa, comenzó a caminar por las extrañas calles del lugar. No encontró ni un solo gesto de complicidad. El recelo se sentía en cada esquina. En las ventanas de las casas, se movían las cortinas. Las miradas de la gente penetraban en su pequeño cuerpo como si de puñaladas se tratara. Le pareció que no pasaba el tiempo. Pero, por fin, Paula llegó al colegio. Era su primer día. Acababa de obtener la segunda mejor nota en las oposiciones. Aquél día, era el inicio de su gran pasión: enseñar a los niños. Sin embargo, ella era una maestra novata, nueva y laica. En el pueblo no querían una maestra laica y ella ya sabía que no iba a ser bien recibida. A pesar del temblor de sus flacuchas piernas, no bajó la mirada. Maleta en mano, entró en su clase. Los padres de los niños entraron también. No se fiaban de ella. Todos en pié esperaban las primeras palabras de aquella extraña republicana que no traería más que conflictos. Paula tragó saliva, dirigió la mirada al fondo y soltó con firmeza sus primeras palabras. De aquellas dependía el resto de su estancia en el pueblo: “Pater Noster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum…” Comenzó a rezar en latín. Empezaron a cruzarse las miradas. Unos y otros respiraban aliviados y, poco a poco, se unían a los rezos. La mujer terminó y dijo: “Ahora, si no les importa, quiero comenzar a trabajar”. Los adultos se marcharon aliviados y Paula había conseguido el respeto del pueblo. Empezó así a impartir la enseñanza propia de la República. Una enseñanza, por cierto, de la que estaba muy orgullosa.
Ella es una de las mujeres que yo
tengo en mi memoria. Se trata de mi abuela. Pero hay muchas más. Seguramente la
más importante sea mi madre. Luchadora, una gran profesional con prestigio
internacional, madre, amiga… Podría seguir, por supuesto y me faltaría espacio
y tiempo para escribir sus bondades. Pero lo que quiero plasmar con estas
palabras es que vivimos rodeados de mujeres maravillosas. Sin importar a qué se
han dedicado, cuáles hayan sido sus logros… Al final, lo que nos enriquece y
nos llena de orgullo es su forma de ser, su energía, vitalidad, cariño… Son
mujeres luchadoras que lo dan todo por sus hijos, que sacrifican su felicidad
por la de su familia… Deberíamos homenajearlas todo el año.
Sin embargo, los datos nos
revelan la peor cara de la realidad que viven las mujeres. Por ejemplo: una de
cada tres europeas ha sufrido violencia física o sexual desde los 15 años. El
22% de las mujeres que han tenido una relación de pareja con un hombre ha
experimentado violencia física o sexual por su parte. El 55% de las mujeres
mayores de 15 años ha sufrido alguna forma de acoso sexual (datos de La Agencia
de Derechos Fundamentales de la Unión Europea). Además, según datos de la
Unesco correspondientes a 2013, siete de cada 10 mujeres en el mundo sufrirán
algún tipo de violencia durante su vida y cada día mueren tres mujeres en el
planeta como consecuencia de la violencia machista. Inaceptable.
Y es que a muchas nos da la
sensación de que hay quien piensa que deberíamos volver a casa. Si en casa ya
estamos. O, si no, que pregunten por ahí a ver qué mujer no realiza las labores
del hogar, además de cuidar a sus hijos y acudir a su puesto de trabajo. Por
suerte, hay que ser justos y reconocer que cada vez son más los hombres que
comparten estas tareas. Como debe ser. Es
que debería ser lo normal. No habría ni que decirlo.
Ojalá no hubiera que hablar de la
mujer. Me gustaría que no existiera el Día Internacional de la Mujer.
Significaría que todos tenemos los mismos derechos, que vivimos en igualdad de
condiciones. Sin embargo no es así. No existe la igualdad y en vez de avanzar,
estamos retrocediendo y las mujeres, desde mi punto de vista, vemos cómo nos
recortan, limitan o eliminan nuestros derechos. Estamos a menos de dos años de
la fecha límite de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Según ha contado
estos días la directora ejecutiva de ONU Mujeres, Phumzile Mlambo-Ngcuka, el
progreso de las mujeres está siendo lento y desigual. Necesitamos mejorar en
recursos, derecho, empleo…. Pero no vamos por el buen camino.
Un 8 de marzo de 1857, un grupo
de obreras textiles decidieron salir a las calles de Nueva York para protestar
por las míseras condiciones en las que trabajaban. Pero la cosa no quedó ahí.
El 5 de marzo de 1908, otro grupo de mujeres, en Nueva York, comenzó una huelga
para reclamar la igualdad salarial, la disminución de la jornada laboral y un
tiempo para poder dar de mamar a sus hijos. Durante esa huelga perdieron la
vida un centenar de mujeres quemadas en una fábrica de Sirtwoot Cotton, en un
incendio que se atribuyó al dueño de la fábrica, como respuesta a la huelga.
Dos años más tarde, durante la celebración en Copenhague de la Segunda
Conferencia Internacional de Mujeres Trabajadoras, más de 100 mujeres aprobaron
declarar el 8 de marzo Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Actualmente,
Día Internacional de la Mujer.
En recuerdo a todas ellas, merece
la pena seguir “batallando” para conseguir esa igualdad soñada. Eso sí, cada
día nos lo ponen más difícil. Es trabajo de todos conseguirlo. Yo os he hablado
de mi abuela. Es un ejemplo de una mujer que luchó por lo que quería y lo
consiguió. A mí me sirve el tener en la cabeza el recuerdo de este tipo de
personas. Me ayuda para seguir trabajando día a día por lo que me hace feliz.
Pero no hay que poner siempre la mirada hacia el pasado. Mirad a las mujeres que
tenéis a vuestro lado. Seguro que encontráis auténticas luchadoras que hacen lo
imposible para salir hacia delante. Creo que en ellas deberíamos fijarnos y
aprender. Ante ellas, yo, me quito el sombrero. Ojo, sin olvidar a todos los
hombres que con su forma de hacer demuestran que la igualdad es posible.
Pero como dijo Kofi Annan, “una
completa igualdad (para la mujer) significa más que el logro de objetivos
estadísticos; debe cambiar la cultura”.
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